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Una de las figuras históricas por la que Juan Bandera sentía verdadera admiración era Cristóbal Colón. Corría el año 1990 cuando se celebraría el V Centenario del Descubrimiento de América, por lo que el pintor malagueño inició su particular viaje por la vida del Gran Almirante y su famosa hazaña en la que sería su última gran serie.
La obra colombina completa, consta entre treinta y cinco y cuarenta cuadros, dependiendo si se incluyen varios estudios y bocetos preliminares a los grandes lienzos, que por llamativa vistosidad y altísimo nivel, también son merecidos de considerar. Así pues, la obra está constituida por seis cuadros de 140 x 140 cms, 26 de 140 x 116 cms y por último de ocho cuadros de 120 cm x 100 cms.
El mejor análisis de la serie del Descubrimiento de América lo realizó Antonio Cobos, Crítico de Arte y Decano de A.E.C.A. (Asociación Española de Críticos de Arte), por lo que en el Arte de Juan Bandera creemos que no hay mejores palabras que las de este gran experto para que nuestros lectores del blog conozcan los cuadros pertenecientes de esta gran aventura en la que se embarcó, como Colón, Juan Bandera.
Así pues, les transcribimos las palabras de Antonio Cobos a continuación:
«En tiempos ya muy lejanos, un viejo profesor universitario nos decía con pleno convencimiento de ello, o tal vez con conocimiento de causa, que los Santos de la Corte Celestial, moradores privilegiados del Paraíso, no tenían ni mucho menos idéntica categoría. Por ello les graduaba conforme a una pintoresca clasificación de su propia cosecha en: «Santazos, Santos, Santitos y Santirulicos.» Y ponía como ekemplos de «Santazos», que según él eran poquísimos, a Pablo de Tarsia, Tomás de Aquino, Agustín de Icona, Juan de la Cruz, Iñigo de Loyola y Teresa de Ávila; afirmando después que el número de «Santos» y «Santitos» era bastante crecido, y el «Santiluricos» una verdadera legión.
Pues bien, en el universo mundo de la pintura universal viene aconteciendo secularmente lo mismo que en el Paraíso con los santos, porque los «pintorazos» fueron poquísimos, bastantes más los «pintores» con enjundia, y legiones los que pueden considerarse como «pintorcetes».
Bien entendido que, no son decisivos para esta clasificación los formatos con ambiciones dimensionales, porque puede suceder y de hecho sucede que pinturas de grandes dimensiones carezcan por completo de grandiosidad, y que en cambio, pinturas de pequeño formato tengan, por su transcendencia conceptual y lenguaje expresivo el marchamo incluso de geniales.
Ello no obstante, también es cierto que cuentan mucho a la hora de la verdad de las transcendencias creadoras las ambiciones de los pintores determinada por la envergadura temática y compositiva de las obras, sus arrestos expresivos y las diversidades genéricas y estilísticas de las mismas.
Es evidente que don Diego de Silva y Velázquez ha sido proclamado universalmente como el máximo maestro de todos los tiempos por el poderío del que hizo gala, como pintor de grandes retratos cortesanos, muchos de ellos ecuestres, por la estructuración genial de grandes composiciones con figuras, por la fuerza paisajista de los fondos de los retratos y por su capacidad para extraer belleza de los «feísmos» en las series de los personajes tarados y enanoides de la Corte del Rey Felipe IV.
Y otro tanto podemos decir del marchamo de genial puesto universalmente a la pintura de Pablo Ruiz Picasso, debido al poderío creador y expresivo del malagueño, puesto de manifiesto en las etapas rosa y azul de su pintura, en la «invención» del cubismo y en los destructivismos inmisericordes de la figura humana de su etapa pictórica iracunda de última hora.
Esa disquisición historicista antedicha no ha sido caprichosa en absoluto. Nos ha llevado como de la mano, a enjuiciar la figura pictórica del singular artista malagueño Juan Bandera. Un pintor con una larga andadura profesional a sus espaldas, que alcanzó hace mucho años el grado de maestría en el nobilísimo y secular oficio de pintor y que se ha caracterizado por un poderío pictórico insólito a estas alturas del siglo XX, rebosante de «pintorcetes» muy semejantes por sus cortos vuelos a los «Santirulicos celestiales»
Juan Bandera, cuenta por regalo de los dioses, con una sensibilidad artística excepcional, un dibujo poderoso y un gran sentido congénito para las armonizaciones cromáticas y las conjugaciones tonales, y así mismo, para el tratamiento lumínico, lo mismo en las matizaciones de la luz cernida que en la violenta de las contrastaciones y reflejos.
La maestría de oficio de este artista malagueño experimentador constante, es absoluta. Lo mismo pudo brillar estelarmente dentro de las minucias preciosistas del hiperrealismo en boga, que adscribiéndose a las veracidades realistas insobornables de la Escuela Sevillana de pintura, e incluso sumergiéndose en la pintura abstracta, con efectismos textuales y grosores matemáticos; pero él, consciente de que el artista «se debe a su tiempo», siempre buscó vigencias para sus creaciones. Y lo consiguió plenamente dentro de una pintura figurativa y medularmente realista, pero con arranque por impresión y lenguaje mesuradamente expresionista. Hizo suya la afirmación de que, «con la pintura, no pretendemos convencer a nadie de la existencia de una verdad, sino comunicar sensaciones.»
Esa fue precisamente su meta, al acometer la empresa comprometida de plasmar, en treinta y ocho lienzos de gran formato, la increíble hazaña universal del descubrimiento de un nuevo mundo por Cristóforo Colombo, con los rudimentarios medios técnicos del Siglo XV. Gesta sobrehumana que pudo realizarse por la fé inconmovible de aquel y gran navegante y por el impulso soberano de la una reina iluminada.
Juan Bandera, ya había acometido anteriormente dos empresas pictóricas de envergadura que, en alguna medida, fueron preparatorias de la más comprometida actual del «Descubrimiento de América». Una de ellas fue la de realizar, en gran formato, los retratos de todos los Presidentes de los Estados Unidos de América; serie insólita por el incisivo expresionismo de los mismos que impactó fuertemente en aquel gran país. La otra empresa atrevida fue la de plasmar pictóricamente y en grandes dimensiones los episodios y pasajes más sugestivos de la Revolución Mexicana: espléndida saga pictórica que pudo ser conocida en la capital de España porque se conjuntó con ella una gran exposición que se celebró en el amplio recinto de la Casa del Monte, de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid.
El tema del «Descubrimiento de América», fue tentador, como es lógico, para los pintores historicistas españoles del Siglo XIX y de comienzos del Siglo XX. Muchos de ellos se aprestaron a plasmar en dimensiones gigantes los momentos cruciales de la gesta del «Descubrimiento», pero dedicando antes larguísimas horas a una tarea de documentación histórica y ambiental exhaustiva. Todos ellos desarrollaron las situaciones clave en el proceso del «Descubrimiento», con la mayor fidelidad histórica posible. Y no solamente en cuanto a los hechos en sí mismos, sino también en lo que se refiere a vestimentas, armamento y exornos de los personajes de su figuración y a los enseres suntuosos o utilitarios de su entorno. Actuaban mucho más como investigadores y arqueólogos que como artistas.
Por culpa de tantas exactitudes la mayor parte de las pinturas historicistas colombinas decimonónicas resultan frías y desangeladas. Sus valores documentales superan, con muchas creces, a sus valores artísticos.
La actitud de Juan Bandera, en su serie del Descubrimiento respecto a esa problemática historia-arte, ha sido diamestralmente opuesto a la de los pintores decimonónicos colombinos.
Se documentó ciertamente, pero solo con la suficiencia debida para no caer en anacronismos. Le preocupó sobre todo, en cada situación histórica plasmar pictóricamente el «clímax» de la misma, la tensión ambiental del momento, y sobre todo el estado anímico de los personajes que ostentaban en ella el protagonismo. Se atuvo en suma, a su actitud que decíamos de «comunicar sensaciones con sus creaciones.»
El tono artístico medio de la serie colombina de Juan Bandera es altísimo, aunque, como es lógico, puede haber puesto el listón más alto en algunos de los pasajes de la misma, en razón de su propia sensibilidad, de una personal manera de sentir o bien por una mayor inspiración debida a la circunstancia conjuntural de encontrarse el artista en «estado de gracia» pictórico.
Desde nuestro ángulo de enfoque crítico destacaremos algunas de las obras del extenso conjunto por su capacidad de sugerencias por su poder de comunicación emocional o, tal vez, por razones inevitables de gusto personal.
Dentro de su simplicidad compositiva y sobrio cromatismo está ungida de ternura la escena, en la que Juan Bandera, plasma a los frailes del monasterio de La Rabida, recibiendo a la puesta del mismo, al viajero Cristóbal Colón y su hijo. Es espléndido en este cuadro el tratamiento de una luz sesgada de sol poniente, que deja a estos personajes sumidos en la penumbra de un semicontraluz.
Hay emotividad y grandeza, por el expresionismo de los rostros de la marinería en la escena de la bendición en el puerto de Palos, de las gentes de mar de aquellos contornos, enrolados en las tres carabelas, por la leva de la pragmática de los Reyes Católicos.
Está plenamente conseguido, en el cuadro del motín a bordo de la Santa María, el aire sigiloso de traición que se respira en la conjura de la marinería, al pie del palo mayor de la nao capitana, entre las sombras azulencas de la noche.
La férrea decisión de llevar a término su empresa está felizmente representada plásticamente por Juan Bandera, en el cuadro donde representa a Cristóbal Colón. Gran Almirante de la Mar Oceána, empuñando personalmente, rodeado de la marinería la rueda del timón de la Santa María.
La acendrada fe religiosa del Descubridor se manifiesta espléndidamente de una manera plástica en el cuadro en el que Cristóbal Colón, solo ante Dios, con su rodilla doblada sobre la arena que besan las olas de la mar océana, y los brazos en cruz, eleva los ojos al cielo en una enfervorizada acción de gracias.
La gran sorpresa de los indios nativos por la presencia de los seres extraños que llegaban embarcados en altas naves, se representa en la serie del pintor malagueño con donosura y gracia sureña. Los rostros bronceados de los indios, salpicados de resoles se asoman asombrados, por entre la floresta de una vegetación lujuriante.
En el cuadro representativo de la audiencia de los Reyes Católicos a un Cristóbal Colón triunfante, escoltado por indios emplumados, portadores de pájaros exóticos multicolores, el artista consigue mediante una sabia valoración de términos, dar la impresión de grandiosidad de cortesanos, sin necesidad de utilizar comparsería multitudinaria.
Son sencillamente estremecedores por la grandiosidad de su expresionismo y por su lenguaje pictórico bravo los cuadros que plasman las horripilantes tormentas oceánicas, con las feroces fauces de la mar tenebrosa prestas a engullirse las frágiles carabelas colombinas. Cuadros que proclaman a Juan Bandera, en verdad, como un gran pintor marinista.
En estos comentarios de su serie del Descubrimiento , incompletos y apresurados por fuerza, hemos reservado el último lugar deliberadamente -para cerrarlos con mayor brillantez- a un cuadro en el que Bandera retrata a Cristóbal Colón, en la soledad silenciosa de la noche, con las manos firmemente apoyadas en la amura de la Santa María, la melena al viento, y la mirada escrutadora perdida en el horizonte. Muy posiblemente es el retrato del Gran Almirante, que mejor refleja -de cuantos se han hecho de él en el mundo- su condición de soñador iluminado. Retrato en el que además hay un tratamiento mágico de los blancos.
En suma: una serie pictórica sensacional por su calidad y envergadura, realizada por un prestigioso pintor que se encuentra en el culmen de su arte y en el ápice de su maestría.»